Recuerdo que durante toda mi infancia y gran parte de mi adolescencia el cigarrillo era como un pecado, un desastre natural. En casa no fumaban ni las visitas, y ceniceros había pero tarde mucho en entender para qué servía, salvo su evidente función de contener bolitas, alfileres, hilos, etc.
Cuando me empecé a juntar con "gentuza" empecé a descubrir un poco de qué iba eso... me seguía pareciendo, por inercia de los comentarios de mis viejos, como algo desagradable y terriblemente nocivo, despreciable, tanto el cigarrillo como aquellos que estaban atados a su humo.
Pero al mismo tiempo, claro, me daba terrible curiosidad.
Y un día, bah, una noche, luego de una discusión estéril con ella, luego de que me diera la espalda y yo saliera caminando perdido por la ciudad, odiandome, queriendo morir, paré en un kiosko y me compré mi primer atado de phillips, 10.
Después aprendí como se fumaba, mi tío me transfirió el gusto por los parisiennes, fumé mucho, lo dejé un tiempo, volví, alterné marcas... lo usé como consuelo, como relajo, como compañero de confidencias encerradas en mi cerebro...
Hace meses que me digo "este atado es el último." Antes estaba convencido de que no era un adicto a la nicotina, es más, no me cuesta ahora tampoco no fumar si no puedo... pero si puedo, si el lugar y el momento lo permite, es una necesidad. Es una adicción, lo reconozco; la más evidente que tengo, y me está costando un horror deshacerme de ella.
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3 comentarios:
hay algo que no cierra en ese relato.... tu madre fuma.
Esa es una historia en sí misma... como a las dos semanas de fumar yo, y como no me gusta guardarle secretos a mi santa madre, llego a casa, pongo el atado arriba de la mesa, y le digo "Mamá, estoy fumando."
Ella saca el Virginia Slims de su bolsillo y dice: "Yo también."
Resulta que los dos empezamos a fumar casi el mismo día.
Jajajajaja, que buena imagen visual.
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