Flor venenosa que crecía en su cerebro
digitando colores en tres dimensiones.
Poco a poco se convirtió en todo
escapando de la realidad
para convertirla en palabras, imágenes, gestos.
Dicen que ese también era su don
la capacidad creativa de no entender el mundo
de fugarse de su cuerpo y no recordar
qué caminos había pisado.
Dicen que murió joven
aunque el cuerpo siguió latiendo
al compás de amores expirados
mientras la flor llenaba todo
de lilas y amarillos.
Dicen que ella lo amó
aunque él lo ocultó muy bien
y ella nunca lo supo, nunca entendió
como veían su cara los ojos de la locura.
Dicen que esos ojos se nublaban
y charlaba con paredes y cuadernos;
que vivía en el extremo
por no poder ser feliz
en un mundo que no entendía, no entendía
no entendía que él no entendía
al mundo.
Y girando la flor lo fue acabando
de envolver en sus pétalos fragantes
de aromas ásperos y tiernos,
de fotos odiadas y ajenas.
Fue tanta su indiferencia que era indistinguible
del amor y del odio;
columpio cruel que lo azotaba en cada zenit
como látigo lacerante de cuerpo y alma.
Dicen, por último, que lamentó cada decisión;
tanto más las correctas que las equivocadas,
porque los hilos en su cabeza
lo sometían a desafíos de espontáneidad,
de ser él mismo cuando no era nada
solo la idea de una flor venenosa
desparramándose de sus dedos
y manchando lo que lo rodeaba.
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